CREMATORIO fue premio de La Crítica, excelso reconocimiento para una novela y un autor no muy conocidos en su propio país, al que dedica su memoria y su documentación para fundirla en un crematorio crepitante de alusiones literarias y cinematográficas, de artículos y reportajes periodísticos. Dice el autor: “a la mayoría de los autores saqueados (digámoslo así), incluida la Biblia los he homenajeado citándolos con cualquier excusa". A otros no, porque no ha encontrado la oportunidad o ha perdido la fuente del apunte, del recorte, de la cita, etc.
A esta reseña “mía” compuesta en su homenaje sucede otro tanto: está hecha de reseñas que comparto unidas a mis impresiones como lector y que no desbrozaré. Adelante, pues.
Y lo primero, he de confesar que estuve a punto de desistir de su lectura. No es que se trate de un libro difícil, ni hermético, ni con referencias crípticas y culturales. Todo lo contrario. Es una novela directa.
Rafael Chirbes es un escritor español fundamental de nuestra literatura que vive gracias a los lectores alemanes. Y no porque tenga una de esas agentes literarias que abren mercados, otra expresión de la posmodernidad editorial más palpitante, sino porque Rafael Chirbes a pesar de ser un tipo orgulloso, locuaz, espléndido, buen gastrónomo, avispado catador, divertido, defensor de Galdós y Faulkner sin esquizofrenia, solitario, tal vez con algún parecido al Federico Brouard de su novela; además, y sobre todo, tiene suerte. Esa fortuna del perdedor sonriente y con encaje, y resultó que una traductora alemana le buscó a él y al editor -genial la historia de nuestra literatura exportable, donde vienen a buscar lo que no está en el expositor- y así Chirbes se convirtió en autor leído en Alemania. ¿Por qué se dice que Javier Marías fue elogiado por los críticos alemanes, con Reich-Ranicki a la cabeza, y nadie señala que Chirbes también lo fue y en mayor medida? Pues por la misma razón que se mantiene la vieja concepción de Renfe, sigue habiendo tres clases de vagones, al menos para la gente que espera a los escritores en la estación. Me hace gracia pensar que de su soberbia narración /La buena letra/, la editorial Anagrama debió colocar unos diez mil ejemplares, como mucho, aventuro, y sin embargo en Alemania pasó de los doscientos mil, y hasta le dedicaron una semana en Colonia, donde por cierto no apareció autoridad española: ni literaria ni consular ni periodística.
¿Y qué es Crematorio? Las novelas no se explican, se leen, y lo más que puede hacer un comentarista es acercar el libro a los lectores. Ahí encontrarán el mundo nacido en la posguerra, crecido en la transición y que se hizo grande gracias al socialismo especiado y los populares imperturbables. Una familia, un constructor, un mundo. Cuando los sueños se hacen realidad y resulta que la realidad no tiene nada que ver con aquellos sueños. Pero así es la vida que hemos ido creando relatada por un escritor que un día decidió retirarse a vivir en un pequeño pueblo y se limita a la cosa más difícil de cuantas tareas puede tener un novelista: abrir bien los ojos del recuerdo, afilar el lápiz y ponerle una cierta distancia a lo indescriptible. A esto, algunos chicos de la crítica brillante lo llaman moralismo, cosa que no he entendido en mi vida, porque ellos lo aprendieron de sus abuelas, mientras que las gentes como Rafael Chirbes y los protagonistas de Crematorio no conocen ninguna moral como no sea la frustración de no haber llegado más lejos. ¿Habrá algún día quien cuente que si no fuera por escritores como Chirbes buena parte de nuestra literatura podría pasar por andorrana? Algo así como una variante del antiguo duralex; para todos los usos y todos los gustos.
Después de leerla, la volví a leer. No recuerdo haber hecho lo mismo antes con otras narraciones. Fue un acierto. Pude disfrutar algo más ligeramente puesto que cada página ofrece un concentrado introspectivo poco aconsejable para lecturas pasajeras como fueron las idas y vueltas del Metro: ¡cosas de nuestro tiempo! Además termina por donde empieza por lo que su relectura es un continuum muy realista: El funeral de Matías (un revolucionario, reciclado en las filas del PSOE en su retiro costero, nuevo gurú de la agricultura ecológica) al que acude su hermano Rubén, el constructor sin escrúpulos, un bon vivant culto y refinadísimo, torturado por lo que considera una vieja traición familiar. Me quedo con su anatomía de la familia. La red de monólogos que teje entre sus miembros describe inmejorablemente (o casi) la injusticia íntima de sus relaciones, la familia como forma de ejercicio de los valores de la propiedad, se nos dice en la contraportada…