MI LIBRO.- En Horas de Invierno Larra soltó
aquello de que escribir en Madrid es llorar, “es buscar voz sin
encontrarla, como en una pesadilla abrumadora y violenta”. “Es
escribir en un libro de memorias, es realizar un monólogo
desesperante y triste para uno solo”.
No sé si es decadencia ya como en su
época o que todo está perdido para la sociedad española, que jamás
aspirará a ocupar un digno escalón en las jerarquías europeas de
las ciencias o el saber. Pero escribir sigue gozando de poco premio y
ningún estímulo. Y me refiero a escribir en serio, sea cual sea el
tema estudiado. “Ya podía el español mostrar el mismo interés
por la ciencia y el estudio que por los toros”, nos dirá don
Antonio Machado.
Ningún oficio reconocía Fígaro más
menudo en España, ningún modo de vivir que dé menos de vivir, que
el de escribir para el público. Va para dos siglos de esto y de cada
día que pasa solo es preciso atisbar su mejoría con respecto al
siguiente.
La situación actual es que en el
Collado de Soria el paseante desocupado al adentrarse en las buenas
librerías que aún a mano tiene, si tropieza con mi libro -puede que
salvando la oscura portada- repare en el autor y le suene. No digo
tanto como que le ubique. Y sin embargo, no se atreva a intimar con
él porque eche en falta una presentación. Es de buena educación no
hablar con desconocidos. Al final el paseante al llegar a su casa se
acostará con el de esa famosa presentadora de televisión que ha
escrito un libro, ejem, quería decir que lo ha publicado y más que
cobrado. Además, sin saber que con quien lo hace es con su negro. Yo
señores, que también he sido un tipo oscuro, como buen caballero no
podría contarlo.
Sabrán ya que mi libro es una
selección de estas columnas publicadas aquí y otras que también
hablan de fútbol o de vaya usted a saber. Tienen, eso sí, varias
cualidades unitarias, incluida la de su auténtica autoría: se
ocupan la mayor parte del tiempo en querer decir lo que otros no
quieren oír. O es parte de lo mismo, lo que tampoco quienes escriben
lo dicen. Me entrometo por todos los lados como un infeliz, un buen
hombre que tiene el defecto de ser un pobrecito hablador al que sin
que nadie le pregunte forma su opinión y la expresa, venga o no al
caso, como ya se echará de ver en mis escritos. Váyase porque otros
tienen el defecto contrario de no hablar nada, aunque se les pregunte
la suya.
El lector ya sabe que la literatura
entera cabe en la columna de un periódico. Dice el crítico: “Los
intereses de López-Angulo resultan tan poliédricos como sus
artículos”. Mariano José sentía la incombustible pasión de
hablar con los otros sobre, de y contra esto y aquello”. Unamuno, a
modo de saludo, entraba en las tertulias del Ateneo con su “de qué
se trata, que me opongo”. Este desconocido hablador evita los
tópicos y lo superficial, pero a través de la anécdota, la ironía
o la broma procura quitar peso al poso de su escritura, plomo al
fardo de los asuntos tratados. También una salida amable a las
injusticias de fondo. Vuelvo a los próceres del 98 para hacer mío
sus proverbios: “Estimad a los hombres por lo que son, no por lo
que parecen. Desconfiad de todo lo aparatoso y solemne, que suele
estar vacío”. Y mi periódico escribía “perecen” por parecen.
Ay las erratas, otra enemiga más. Hoy contra mi costumbre, prosigo
con las admoniciones. Qué le vamos a hacer, esta columna es atípica.
O no, pues cuál es la verdadera materia del columnista, sino uno
mismo y el apéndice de sus libros. Decía, hagan caso del buen
crítico que recomienda “una lectura calmada y fragmentaria (de mi
libro), que responda a los intereses de cada momento del lector”.
Tal como los míos divergen unos de otros. Último e inusual consejo:
si pasean por el Collado reparen en mi libro.