Para Rafael Chirbes la tarea del escritor consiste en desnudar las palabras del poder. Como tal se aplica a ello lo mismo en sus novelas que en libros como éste donde repasa esta forma de entender el arte por encima del arte, como actividad humana que al cabo es. A Chirbes, como antes a Aub, la literatura le importa un bledo, podríamos decir para colmar la risa de sus felices antagonistas: “Me importan la libertad y la justicia”, escribió en Campos de los almendros, su más grande novela y una de las mayores de este siglo.
Entre los materiales para contar la vida Chirbes tiene en cuenta a los grandes novelistas como Balzac o Proust, lo mismo que ese panfleto de Marx que es el Manifiesto comunista o un poema, De rerum natura, de Lucrecio. Sin descartar su propia experiencia vivida.
Sobre todo Rafael Chirbes herido por la vida que le ha tocado en suerte busca entre nuestros clásicos para comprender el mundo y apreciar cómo lo han contado.
Su primera cala es La Celestina. Rojas rompe “con la pirámide social y el orden moral” al hacer hablar a los criados como los amos sin ser los bufones de turno. Inaugura la dialéctica de la sospecha desde abajo. A juicio de Chirbes, “convierte la lectura en un ejercicio de sospecha”. La tradición de los clásicos puesta en boca de la alcahueta Celestina, de criados con nombres cómplicemente clásicos y prostitutas resulta subversiva. Celestina, dueña también de las palabras, vive de su poder mistificador (“cáscara retórica para envolver las pasiones”). “¡Qué palabras tiene la noble!", dice Pármeno.
Frente al desnudo nihilismo de la Celestina, Cervantes nos propone “la fuerza de una idea” para “ayudarnos a seguir adelante en un momento en el que todo es inseguro y hostil”, cuyo sentido no se encuentra, sino que se construye.
Don Miguel es hombre que está en los márgenes, mira desde el resbaladizo lugar que es a la vez dentro y fuera. El fantasma de la sospecha, también en él, recorre sus obras y el miedo de una sociedad a expresar lo que piensa. El retablo de las maravillas es su mayor ejemplo. Y su lectura, siglo XXI mediante, no ha perdido ninguna actualidad. Más bien, al contrario. Esa joven o vieja derecha, que lo mismo es, que niega sin complejos la valía del Quijote no sabe ¡hasta qué punto se retrata! Es como si los herederos de quienes le ningunearon en vida actuasen como sus replicantes.
Cervantes ya es contemporáneo nuestro cuando entiende la “escritura como forma de conocimiento del novelista”, lo que le distancia de ese hábil e intransigente predicador que fue Quevedo. El novelista es maestro del matiz, algo que imitó muy bien el soldado “sanchopancesco” de Hasek, tonto-listo, socarrón, que mira el mundo desde abajo y ve el juego de los de arriba como absurda representación.
El más egregio manco nos ha legado una de las mejores representaciones de la comedia humana, según el erudito Jean Canevaggio.
La última cala entre los maestro corresponde al peligroso Galdós.
Hablando tiempo atrás de Crematorio, la última novela de Chirbes comentaba mi pérdida de interés por la ficción en este país que había proscrito a Max Aub o que excluía del canon modernista a Galdós yendo a buscar fuera (no censuro leer a Baudelaire, Joyce, Proust o Faulkner, sino que se admirara en ellos lo que don Benito ya contenía en su vasta obra). Para el nada sospechoso Cernuda, Galdós anticipa las introspecciones de Torquemada a las de Molly en el Ulysses. Otro tanto podría decirse de fragmentos de Fortunata y Jacinta con respecto a En busca del tiempo perdido.
(En la foto: Torquemada de Galdós)
El denostado garbancero fue otro descreído, que no se rendía en su empeño de confiar en los que miran desde fuera, los locos e iluminados, incluso los cínicos, que por no formar parte del gran engaño, pueden aspirar a conocer sin disfraces la verdad. “Hablar para nadie, escribir para nada”, et poor…
El siguiente capítulo del libro se ocupa de contemporáneos. Lo inicia con una especie de hermana mayor, como lo fue su interlocutora Martín Gaite. Con Aldecoa (incluye un recuerdo para Martín Santos) se recupera el lenguaje más alejado de la retórica del poder y la cultura. Con Vázquez Montalbán a través de su celebrada Crónica sentimental de España se eleva a los manteles de la cultura a los de abajo. Aldecoa lo hizo con el argot de los oficios más duros.
Este plausible realismo social de los 50 duró lo que quiso Castellet al promocionar primero a gente como mi querido amigo Antonio Ferres, Grosso, Fdez Santos o Pinilla (los cita Chirbes); hasta que las nuevas teorías barthianas (“La clausura del texto artístico respecto a la realidad y la vida”: muy interesante, por cierto, La literatura en peligro de su discípulo Todorov reprobando ese desprecio a la realidad.) aconsejaron caminos experimentalistas lejos de la revolución. Ya el nuevo gurú de los 70 Benet proclamó: “ (Que) Todo lo real era susceptible de sospecha.” (p.123).
En su última parte el ensayista nos lleva hasta la actualidad de las “Memorias” y sus “maniobras”.
Balzac o el propio Galdós supieron traernos al presente el pasado. A fin de cuentas, y de cuentos, un proyecto de vida como nos recuerda Chirbes es tan corto, que solo la cultura nos puede proporcionar la sensación de continuidad. Comparto esa sensación. La cultura es tradición, traer, y por tanto, un continuum.
Data el autor la “recuperación de la memoria” en el 93 ante el presentimiento de los socialistas de su derrota envueltos en una corrupción desbordante. Incluso el rey se sumó a la farsa, pareció entenderla muy bien, puesto que su familia, según sentía él fue la primera en conocer la hiel del exilio. Decía Edward Said sobre la labor del intelectual: “no consiste en aceptar la política de la identidad tal como se le propone, sino en mostrar que todas las representaciones son construcciones, descubrir cuáles son sus propósitos y sus componentes y quiénes las fabrican”. En consecuencia, nos dice Chirbes, hay que buscar “cuál es la representación de la Segunda República que se nos ofrece en el menú”.
Sería conveniente seguir, asimismo, la recomendación que nos hace de un libro inoportuno: De Restauración a Restauración. Ensayos sobre literatura, historia e ideología del profesor Blanco Aguinaga. Lo juzgo inoportuno, o más bien inexistente, para quienes se adhieren al festín de la memoria usurpada, según la cual, fueron los hijos de la burguesía los héroes de la resistencia antifranquista. Gentes como Torrente Ballester, Ridruejo o Suárez que habían militado en el falangismo radical son los demócratas de más temple. Comunistas, republicanos de izquierda y anarquistas como Sastre o Bergamín que hurgaban en la legitimidad de la nueva restauración son apartados. No es de extrañar que Max Aub contemplara en su corta vuelta el paso de una España mutilada a una España corrompida.
Otro novelista de fuste, Juan Marsé, relata con su acostumbrado buen oficio la traición en Un día volveré o como también hace Vázquez Montalbán en su mejor novela, a ojos de Chirbes, El pianista.
Con este “republicanismo de fresón con nata” nos están colando lo que de verdad importa. Que, como nos enseñaron los lacanianos, está fuera de la representación. “Habría que remontarse siglo y medio en la historia de Occidente para descubrir una época en la que la voluntad de las clases trabajadoras tuviera menos peso en las decisiones políticas. –Y remata Chirbes- Por no tener, las clases trabajadoras ni siquiera tienen nombre”.
Ya ven mientras los escritores más lúcidos desnudan los deslumbrantes ropajes del poder, éste nos desprende de las palabras más odiosas. ¿No se llamaba con Franco a los obreros productores? Gracias al progreso y la democracia somos todos clase media. Tiene razón Rafael Chirbes cuando concluye que si los artistas acaban formando parte de la claque cercana a sus fastos, se alejan indefectiblemente de la radicalidad que exige la escritura.
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