lunes, 17 de septiembre de 2012

Kilómetro cero. Madrid - Santiago - Finisterre

En realidad fue el pasado año cuando empezamos cerca del kilómetro cero de la Puerta del Sol el camino de Santiago. En Ópera en la iglesia del mismo santo (santidad incluso ensalzada por su criminal epíteto de Matamoros) con la bendición peregrina del titular de la sacristía. Mi sorpresa ha sido concluido el camino llegar hasta el cabo de Finisterre, donde según los doctores de la Iglesia terminaba la tierra, y encontrarme con otro kilómetro cero. ¡Vamos a ver, cuál es el centro y cuál es la periferia!
En todo caso, el kilómetro cero nunca es el final, acaso es el final de la cuenta atrás de los que siempre llevan prisa: 3, 2, 1, 0; pero el concepto es equívoco. Aquello de que todos los caminos llevan a Roma se confunde con la idea imperial de que todas las vías partían de Roma. Milliarum aureum. Lo cual en el fondo viene a ser lo mismo. La periferia busca al centro de la misma forma que de la metrópoli nacen todas las rutas de expansión.


De hecho, la civilización mediterránea pereció con el descubrimiento de que al otro lado del Atlántico no habitaba el abismo, sino otra tierra. ¡Ultreia! Su eje se vio desplazado a un mar ancho, como hoy ocurre lo mismo: hacia el Pacífico, un oceáno más amplio.
Nuestras percepciones acostumbran a ser erróneas. En ese rincón gallego que es Fisterra uno no sabe si llega, es decir, si acaba el camino, o si más bien, empieza el verdadero, que no es otro, que el afrontar el más estrecho y efímero sendero de la vida. Ya que esta se nos va sin que valga la previsión de las etapas.
En Fisterra, para las gentes del lugar el faro del cabo, mucho antes de ese real o imaginario kilómetro cero, iluminaba sus visiones hacia mar adentro. De ahí hacia América partía su vida, mucho más que hacia el camino inverso de Santiago. Galicia nunca fue tierra de promisión.
Por eso, el gallego indefenso de la Costa da Morte ha vivido durante siglos torturado con la duda vital de cuál habría de ser su camino. Si tierra adentro o mar adentro. Ese ha sido el verdadero kilómetro cero de su vida, con más ceros mientras más demoraba su decisión.
Igual se encuentra el peregrino que llega hasta estas luengas tierras. En parte se impregna de su acento, va a beber el vino de sus tabernas porque tiene sed, a conocer a las gentes que aún viven del puerto y sus alrededores porque necesita seguir caminando, y a aquellos que desde todos los confines sin ninguna premeditación han aposentado aquí sus vidas y prescindido de sus haciendas.
Como también hubiera dicho mi poeta Machado son buenas gentes que caminan y van sembrando la tierra, no mala gente que camina y va apestando la tierra.
Al peregrino más peregrino le asalta la idea de permanecer en este kilómetro cero, aun con la amenaza de sus duros inviernos. Puede que tal vez la verdadera acepción del kilómetro cero nada tenga que ver con la geografía, y por tanto, con el centro y la periferia; ni siquiera con las nociones de inicio y fin, sea de un camino, sea de la vida. El kilómetro cero suena a oxímoron, a un imposible encuentro del movimiento (de esos mojones que cada 500 metros nos animaban a recortar la distancia a Santiago) con lo estático, más que un hito en el camino señala un alto en el camino, una parada definitiva, estación no de paso, sino cerrada, varada por las características del enclave. En la misma situación se encuentra el peregrino, dada precisamente su condición después de tantos kilómetros de peregrino, título este que acredita su ganada credencial compostelana en la mochila.
Y puede que después de tantos kilómetros ya no valgan los kilómetros, por tanto del kilómetro cero borraremos las huellas, las suelas gastadas, los besos regalados, los besos esperados y los inesperados, nuestras rencillas y sobresaltos, la memoria y la desmemoria, todos nuestros males y todos nuestros bienes arderán en esa pira prohíbida junto al cabo contemplando la penúltima puesta de sol, aún sin pasar por taquilla, y el despertar de nuestros sentimientos.
En el kilómetro cero de la Puerta del Sol se citan jóvenes por costumbre, a veces en una primera cita a ciegas, con vuelta a altas horas de un próximo after hours, parada de chocolate con churros en San Ginés, allá donde Valle...puede que alguna vez también terminó por cruzarlo de paso a una pensión.
En el kilómetro cero de Finisterre, a mitad de la vida, a mitad de la muerte, el peregrino pensará si deberá regresar a su vida estrecha y asendereada, o si ese mojón fotografiado nocturnamente le invita a instalarse allí, con la duda gallega, con la duda existencial, del camino que habrá de tomar.