Personalmente me resisto a rebajar el nivel de mis sueños. El verano, todos sabemos, es una estación difícil para dormir, pero en compensación, proclive para la ensoñación. Ese duermevela vespertino, de haber dormido poco, ese estado crepuscular, de penumbra por las persianas bajadas con el inquilino dentro, cargado de un aire tibio propenso para todos los pecados.
Viajar es un verbo intransitivo. Casi impropiamente intransitivo, dado que viajar es transitar de un lugar a otro. Añade María Moliner, a otro distante. Doña María, si no fuera a un lugar distante, no sería otro, sino el mismo, ¡y adiós viaje!
Viajar también es estar bajo los efectos de un alucinógeno.
Para viajar el mejor pertrecho eres tú mismo. Tanto mejor si el sueño es compartido.
No se viaja cuando ya se está en la ciudad predestinada. En realidad, llegados al destino del viaje programado sucederán infaliblemente una multitud de imprevistos, o en todo caso, prosaicos aconteceres.
En cambio, mientras proyectamos el viaje sólo concurre el espacio propicio para los sueños. Unas buenas lecturas tampoco son malas compañeras. Cuanto menos práctico parezca el libro sobre la ciudad que visitemos, tanto más probable de que nos conduzca a ella irreversiblemente. Cierto que algunos datos resultan siempre muy tentadores, como donde encontraremos el mejor café del mundo o saber de otro café donde se sentaba Pessoa, lugar inmortalizado en bronce para dar más facilidades al turista. Estos son los trucos fáciles de cualquier guía o libro de viajes. Con todo, no surtirán el mismo efecto que los que nos proponga el autor, construyendo su propio personaje, relatando su personal itinerario. De proseguir la lectura, seguiremos sus peregrinos pasos antes que claudicar ante las rutas turísticas de las muchedumbres. Está archidemostrado que sentimos la necesidad de hacer del verbo carne, del papel la necesidad de visualizarlo. Visitarlo. Que se lo pregunten a Enric González que con sus nuevas historias de Roma está contribuyendo al turismo en tiempos de crisis, a juzgar por su éxito de ventas. Contiene en apenas cien páginas inequívocamente todo lo que el potencial y soñador viajero desea saber: habla de una Roma actual en la que el corresponsal de El País ha vivido, conceptuada entre eterna, trasnochada y caótica. No nos importa, intuimos que su materia es inmejorable, como la de los sueños. Roma conserva como pocas su pasado, más que nada porque en Roma habita el pasado. Los romanos y los turistas omnipresentes no se quejan de sus anacrónicos problemas. Al contrario, se han instalado eterna o eventualmente los últimos, como beneficiarios, y no perjudicados, de su legado.