miércoles, 15 de febrero de 2012

Ante la tumba de mi madre



No encuentro muchas ocasiones en que la palabra sea necesaria. De hecho, los blogs, pero no solo ellos, son abrumadoramente superfluos. Son ríos de tinta los que absurdamente se derrochan en otros medios más considerados. La palabra es necesaria, pocas veces. El género elegiaco ha destacado sobre todo por elevar la inconsistencia de la vida de los mortales a categorías estéticas. Fue célebre el poema mortuorio de Zorrilla en el entierro multitudinario de Larra, curiosamente un día como hoy, y contamos con elegías soberbias como la de García Lorca al torero Sánchez Mejías o la de Miguel Hernández a su amigo Ramón Sijé.
Entre nieves y un paisaje puramente blanco, puramente espiritual, murió mi madre "con quien tanto quería" y quien tanto me quiso. De los momentos más solemnes se apropia el Estado, y en cuestiones de muerte, lo sigue gestionando la iglesia católica, por estos lares. Así, que poco antes de la misa funeral, cuando una de mis hermanas, quizá la más sentimental, me propuso decir unas palabras en la misma, no lo dudé. Y le doy las gracias por ello. Pues nosotros debemos llenar los actos más sentidos con nuestras palabras, y no ellos. Como diría mi viejo amigo León Felipe, al que por su exilio y por diferente edad, siento no haber conocido:
Para enterrar
a los muertos como debemos
cualquiera sirve, cualquiera...
menos un sepulturero.
Me acuerdo de este poema, y la verdad que le viene al pelo casi en su totalidad. Tengo viejos amigos que alguna vez me lo han espetado, tal vez viendo en mi en otros tiempos la imagen idealizada de ese romero del que habla el poeta:
Que no se acostumbre el pie a pisar el mismo suelo,
ni el tablado de la farsa, ni la losa de los templos,
para que nunca recemos
como el sacristán los rezos,
ni como el cómico viejo
digamos los versos.

La mano ociosa es quien tiene más fino el tacto en los dedos,
decía el príncipe Hamlet, viendo
cómo cavaba una fosa y cantaba al mismo tiempo
un sepulturero.

No sabiendo los oficios los haremos con respeto.
Para enterrar a los muertos como debemos
cualquiera sirve, cualquiera... menos un sepulturero.
Después de la homilía era mi turno, en un espacio vedado al pueblo. Porque la palabra nunca le ha pertenecido al pueblo. El pueblo siempre ha estado atrás, lo más alejado de las familias bien, de las capillas nobles y de sus sepulcros. Y sentí la ocasión como verdadera. La homilía del cura fue pulcramente elegida para hablar de la memoria, o tal vez, simplemente del recuerdo del deudo entre sus familiares. Pero como tantas veces sonaba a palabras hueras, el cura funcionario se dirigía a alguien a quien no conoció. En cambio, en el pueblo sí sabian de ella, porque fue una de ellos para los que asistieron al acto. Entonces tomé el micrófono y tuve claro lo que tendría que decir. Mis palabras más o menos empezaron así:
Mi madre estaría muy contenta de haber podido escucharme hoy, primero como cualquier madre, y también por hacerlo en este espacio que coincide con el sentimiento religioso de la mayoría.
Es el momento de recuperar su memoria emborronada por una penosa y terrible enfermedad. Y ningún lugar mejor que este donde creció junto a vosotros. Yo no la vi, pero durante interminables comidas en que no comía escuché de sus labios repetidamente los acontecimientos de su infancia, los cuales atesoraba en un marco rayano con lo mítico desbordando un cariño muy especial hacia su padre y hermano, a los que llevaba la comida y ayudaba en las tarea del campo.
Entonces conté como en los años de excitación popular de la república le llamaban carca y le tiraban los baldes llenos de agua que había cargado pacientemente en la fuente. Añadí ante el cura y en esa misma sede: "Bien que habrían de pagar ellos (me refería, claro está, a los republicanos) poco tiempo después esas trastadas".


Y fruto de mi pasión por aderezar al presente cualquier tiempo pasado, hablé allí como si nada, ante una envejecida y pequeña población riojalteña de la depresión del 29, que por suerte, poco afectó a la vida y economía españolas, sobre todo en el entonces bullicioso ámbito rural. Por contra la guerra, o más bien allí, lejos del frente*, sus consecuencias, determinaron a mi madre que había gozado de esa feliz infancia aquí esbozada y esa mítica Arcadia, y a varias generaciones más, a continuos años de sacrificio y trabajos denodados.
Puesto que la misa no era de mi compentencia no pude describir más detalladamente esas décadas, que hablando de mi madre, hablaban de la gran mayoría que me escuchaba. Que mi madre muerta volviera al lugar donde vivió más intensamente su vida me sirvió para intentar por mi parte iniciar la búsqueda de lo que había sido mi madre, una mujer luchadora e incansable dispuesta siempre a defender a los suyos. En cambio, esa terrible y larga enfermedad han emborronado su imagen. Me reconfortó pensar que en su pueblo natal apenas la han presenciado. A la salida de la iglesia pude sentir el calor y la emoción de todos los que nos acompañaron en esos momentos. La nieve presente desde que llegué a presenciar sus últimos días me ayudó a sentir con más pureza este tránsito. Una leve lluvia guió nuestro últimos pasos.
Espero volver a su pueblo, que también es el mío, y charlar con sus gentes con la asiduidad que solo su larga enfermedad me ha impedido demasiados años.
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"Lejos del frente. La guerra civil en la Rioja Alta" es un libro de Carlos Gil Andrés que recientemente he citado. Invito a mis lectores, sin tampoco olvidarme de mis lectoras, que sientan curiosidad, a clickar en etiquetas de este humilde blog relacionadas con La Rioja o la represión durante la guerra civil. Asimismo a visitar aquellas entradas que tienen que ver con los primeros pasos del mismo, casualmente coincidentes con la muerte de mi padre (ver etiqueta " padre"), o con la misa conmemorativa de su primer aniversario.