miércoles, 2 de diciembre de 2009

Crematorio de Rafael Chirbes: la hoguera de los escritores



"Así dicen los grandes directores de orquesta que hay que tocar a Beethoven, a Brahms, a Schumann, eso es el trabajo bien hecho, la música como tal, sin más, sin esos subrayados que la mayoría de las veces sólo sirven para encubrir carencias, la música sin efectismos. El genio suele ser un farsante que disimula sus deficiencias con la ampulosidad de los gestos. Por lo demás, alguien que, en el fondo, en vez de trabajar, se dedica a ejercer como relaciones públicas, a rodearse de una corte de exégetas que crecen en torno a él, haciéndolo crecer a él. Halagar a mecenas, a galeristas, a periodistas, a banqueros que desgravan impuestos a cambio de colgar cuadros en un bajo con ventanillas y mostrador de atención al cliente; a cambio de financiar conciertos, de crear patronazgos de esto y aquello, eso es lo que te otorga el estatuto de genio, que te tengan ellos en el catálogo."

El giro moderno que tomó la novela española en los 80 coincidiendo con "La movida" me apartó de su lectura por mucho que "El País " naciente pretendía vendernos nuevos valores despegados de la caspa nacional. Ya vemos en que ha devenido el diario independiente de la mañana, hoy global: defiende su emporio cultural y sus intereses industriales por encima de éticas periodísticas, con prácticas gansteriles que ponen bajo sospecha las pretendidas ínfulas de su intelligentsia. Ello unido a que mis lecturas y empeños han sido ajenos al llamado terreno de la ficción han hecho de mí un perfecto ignorante de las bendiciones de su propaganda oficialísima. Mis pequeños descubrimientos han obedecido a otras vías más particulares, en ocasiones un tanto curiosas.
Tal es el caso de mi hallazgo de Rafael Chirbes. Cuando a principios de este nuevo siglo respondía a mi profesora de Alemán del Instituto de la calle de Zurbarán de madrid que no leía a ningún escritor español porque no me interesaban no lo decía superficialmente. Esta señora que hablaba la lengua de Goethe con la excelencia de Hannover (el equivalente a la del castellano de Valladolid) nombró a Rafael Chirbes arrobadamente. A nadie más, por cierto, pero su admonición, mereció la pena. Llegado el verano leí de seguido Mimoun, En la lucha final, Los disparos del cazador, La larga marcha y La caída de Madrid. Siento que después no terminara de leer el resto de su obra: La buena letra, sobre todo, o Los viejos amigos. Tal vez acabé algo saturado por el fresco que componía en su “trilogía” (en realidad, en todas sus novelas, no sólo las 3 primeras a partir de La lucha final), ahora no dudo en que suponee el más logrado esfuerzo en retratar a la gente de su generación y a la España que él ha conocido desde su nacimiento a fines de los 40.
No recuerdo ya si pertenece a La larga marcha o a cualquiera de las otras una escena que personalmente encuentro como el mejor resumen de la lucha antifranquista o cuando menos toda una estampa para entender debidamente los milagros y chascos de la transición. La recreo improvisadamente (mis excusas para el autor):
Un grupo de estudiantes pertenecientes a la alta burguesía conspiran contra la dictadura ante la complaciente hospitalidad –incluido té y pastas- de sus mayores, escépticos, ya que ven más como un juego de niños, esas reuniones, y para nada amenazantes o peligrosas: como lo van a ser si no falta el hijo del ministro tal, del banquero X o de la familia de más ringorrango…Todas esas perfectas y paralelas sobremesas de sociedad se rompen una buena tarde por un solo detalle que no encaja. Una de las visitas, una marquesa latifundista de Badajoz, ha reconocido sin duda ninguna a uno de sus peonzuelos entre los chicos del salón. La reacción no se hace esperar, su indignación no admite remilgos: ¿Qué hace entre sus cachorros aquel obrero llegado a la capital después de abandonar su cortijo!! ...Evidentemente, allí se consumaron aquellas conspiraciones de salón.

(Mañana hablaremos de Crematorio, paciente lector)
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Cuatro cuestiones para Rafael Chirbes:
-¿Qué ha aprendido con Crematorio, y qué cree que aprenderá el lector?
En esta novela intento llevar al límite lo que empecé en las dos novelas anteriores (La caída de Madrid, y, sobre todo, Los viejos amigos): demoler todos los lenguajes con los que nos hemos construido, descubrir que son -en palabras de Victor Hugo- postizos que ocultan lo real. Lubricantes, consoladores. Mis guías en el viaje han sido Lucrecio y La Celestina, dos auténticas trituradoras del mundo que les tocó en suerte.
-¿La realidad es tan desoladora como su novela?
Hemos perdido la idea de participar como alfareros del mundo. Son otros los que lo están haciendo a su monstruosa medida, y nosotros lo vemos desde fuera, ni siquiera atónitos: más bien entre pasmados y asustados. Cualquier idea de razón, de justicia, de equilibrio, o valores como la fidelidad y la bondad, han sido sepultados en la práctica. Jamás había tenido una sensación tan grande de que vivimos en sombras, abandonados por los dioses, en un mundo ajeno. Debajo del paraíso contemporáneo, hay una escombrera y un lago de basura, o un cadáver cuyo hedor hay que tapar.
-¿Qué ha prestado de sí mismo a los personajes, a Rubén y Matías?
En realidad, todas mis novelas son, a la vez, un paseo por el entorno de Chirbes y una excavación en sus pozos oscuros. Cuanto más miro hacia fuera, más sale lo de dentro como un eco sombrío de esa música ambiental. Matías, Rubén, o los protagonistas malvados de Los disparos del cazador y de La caída de Madrid, me sirven como muro sobre el que estalla la fragilidad -y falacia-de mis buenas intenciones. Frente a la cháchara de los bienpensantes, el malo tiene una indigerible dosis de realidad. Es lo que hay, sin tapujos. Ahí, el modelo es ese inalcanzable Torquemada de Galdós. Quién hiciera un personaje así.
-¿Teme la respuesta de la crítica?
Escribo de lo que puedo, de lo que -ni yo mismo sé por qué- se me impone. Qué le voy a hacer. Tengo mis fantasmas. Vivo solo, escribo a solas, me reconcomo, dudo, me convenzo de mi torpeza, y salgo por donde puedo en esto de la literatura. En Crematorio se me ha escapado el horror de que nada de cuanto he -o hemos- hecho haya servido para nada. Me dan mucho miedo todos esos muertos sin herederos en los que nos hemos convertido. Las únicas semillas fértiles parece que las ha plantado el diablo.

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